domingo, 18 de diciembre de 2011

Fotografiando la vida

Os voy a contar la historia de un visionario. No se trata de un artista, ni tampoco de un doctor.
Este señor, al cual no os voy a describir físicamente (con el propósito de que sea vuestra imaginación la que haga el resto del trabajo) tenía la extraña costumbre de fotografiar todo cuanto sus ojos veían. Solo conocía el mundo observado desde el objetivo de su cámara.
Érase este hombre común, maníaco por excelencia, obsesivo en cuanto a horarios. Todo cuanto hacía estaba estrictamente regido por cálculos previos; y nada hacía que no estuviese previamente meditado.
Pues este extraño señor, registraba en cada página de su diario, una fotografía diferente. Tan solo una por día, razón por la que estas eran delicadamente seleccionadas. De este modo registraba aquellos momentos que más le llamaban la atención, y así, estos quedaban guardados para siempre, sellados en las páginas de su diario. El resto de fotografías, con menos fortuna, quedaban destinadas al olvido, encerradas en cajas que almacenaba en un cuarto oscuro.
No es de extrañar que, las mejores fotografías, fueran aquellas que representaban cielos multicolores, paisajes verdosos, rostros armonizados, o algún animal de bello pelaje. Y solo las fotografías más selectas merecían una página dedicatoria.

Pero sucedió que cierto día, mientras este hombre procedía a escoger la fotografía del día, la duda invadió su mente cuadriculada, y tuvo que debatirse para elegir entre dos fotografías.
Una de ellas era de una chica anónima, de bellos rizos dorados, de labios finos rosados, de rostro aterciopelado y vigorosa mirada. La otra, tenía como protagonista a una chica vestida con harapos, cabellos sucios y revueltos, y sonrisa desteñida. Sin embargo, algo llamó la atención en el fotógrafo: su mirada. Era frágil. Perdida, pero profunda. Transmitía algo, algo que no podría describirse con palabras, ni siquiera con sonidos. Algo extraño, que lo embrujó.

La incertidumbre pronto se apoderó del hombre, que ante la frustración decidió destruir su obra. Todas las fotografías fueron quemadas. El diario también ardió. Todo fue quemado. Todo, excepto aquella fotografía maldita. El hombre se obsesionó de tal forma, que jamás volvieron a verle sin esa fotografía. A cualquier lugar le acompañaba. Incluso se volvió un hombre retraído y ensimismado, poco hablador.
Pasaron los años, y aquel hombre se olvidó por completo de la satisfacción que obtenía al coger su cámara de fotos. Olvidó lo que más feliz le hacía, y olvidó por tanto, lo que era la felicidad.

Nuestra memoria es muy obstinada. Se acostumbra fácilmente a lo bello. Y ante lo diferente se debilita, se encrudece. Este hombre no es más que una metáfora. Una alegoría de la memoria.
Y la moraleja os advierte, os dice que tengáis cuidado. Cada día puede sorprenderos, y no todo en la vida es bello. Y al igual que este hombre, nuestra memoria no está preparada para registrar malas experiencias. Educarla es fácil, pero también doloroso.

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