martes, 28 de febrero de 2012

El bosque de las lamentaciones





      

Realmente, solo deben leer este poema aquellas almas curiosas, pues solo ellas serán capaces de entenderlo:

Me siento, a la vera de la húmeda hojarasca, a la espera de la aurora infinita. Y en la cruda noche,
restos de ceniza desprendidos de la vieja colilla arrugada, que en otros tiempos fue un elegante cigarrillo;
escamas desgastadas por el roce del vientre de algún reptil que soñaba con ser fénix;
hojas disecadas, arrancadas de su lecho por la dureza del otoño, hijas renegadas de los árboles;
se recrean, pactando con cada una de mis esquinas, modelando el reflejo de mi adversión, de mis temores.

Y mi lengua se diseca, cansada de escupir palabras. Son palabras de ira, son palabras de rencor, son súplicas, son oraciones, llamadas a los siervos de un Dios aleatorio, que juega con las riendas de mi vida, que desparrama sus dados del destino, por las casillas episódicas de este tablero caótico, que es mi infierno.

Y mi sombra, emancipada de mi cuerpo, entabla una batalla con mi ser; más no busca victorias, no pide venganzas, tan solo guiarme, por los oscuros senderos del abismo, hacia la inmensidad endemoniada.

Mis manos...mis manos hoy se arrastran perturbadas, y mis uñas escarban en la grava, reclaman resistencia, y exploran el dolor de cada uno de mis llantos amordazados. Pero no...Mis ojos se han cerrado, y mi cuerpo se ha rendido, suspendido en el aire, aguardando tiempos de gloria, de calma,
levitando en la eterna interperie del bosque de las lamentaciones.

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