viernes, 28 de abril de 2017

La hora de las confesiones. Capítulo 1: Viejos amigos, nuevos enemigos.

La verdad es que, a lo largo de mi vida, he tenido que superar diferentes frentes que se han ido labrando en mi camino hacia la superación personal y la madurez. Nunca he pensado que mi vida fuese distinta a la de los demás, cada uno tiene sus luchas internas, sus batallas en la vida. Sin embargo, sí que puedo admitir que he estado tantas veces cara a cara con la muerte, que si mañana mismo me sorprendiera pensaría algo así como "ya era hora, cabrona".

Siempre fui una niña a la que le gustaba comer. Es simple, y a la vez complejo. Disfrutar de las infinitas texturas, sabores y olores que me fascinaban era una de las mejores experiencias de la vida. No me importaban las consecuencias, era demasiado pequeña para pensar en eso. Sin embargo, como todos los de mi edad, nacimos en un momento en el que lo visual y lo físico tomaba una importancia crucial de manera sigilosa. Sin saberlo, estábamos adentrándonos en una nueva era: la mediática.

Claro, eso tiene sus consecuencias. A medida que iba creciendo, era consciente de que el éxito iba de la mano de la belleza física. Tal vez no el éxito en términos económicos, pero sí en términos sociales y de aceptación.

Por si fuera poco, mi padre era una persona bastante exigente. No fueron pocas las veces que me regañaría y me levantaría la mano porque la ropa que llevaba puesta no era apta para una niña...con un cuerpo como el mío.

En clase nunca me importó lo que dijesen de mi, tenía amigos, me gustaban chicos y yo le gustaba a algunos porque era una niña muy simpática y risueña. El problema era llegar a casa. Entonces, todo se convertía pronto en una pesadilla. Mi padre y el televisor, el televisor y mi padre. Mis dos jueces de la mano. Él se pasaba horas frente al televisor viendo películas, y cualquier oportunidad era buena para reírse de su hija "gordita". Lo que no sabía era que todas esas burlas quedarían impresas en el subconsciente de una niña que comenzaba a darse cuenta de que no era tan niña.

Los años pasaron, y llegaba la época de preadolescencia. Esa época en la que admiras a los mayores, y aspiras a convertirte en alguien como ellos. Fue entonces cuando decidí que aquello de ser gorda terminaría para siempre. Aunque me costase la vida.

Nunca tuve una relación sana con la comida. Pero a los diez años, esta relación dejó de ser poco sana para convertirse en dañina. Iba restringiendo poco a poco lo que llegaba a mi boca. Claro que adelgacé, pero seguía queriendo estar más y más delgada. Nunca era suficiente. Mi padre, que se burlaba de mis kilos de más, comenzó a burlarse de mis Kilos de menos, y aquello me encantaba. Para mí era como un éxito propio, una superación de mi misma. Aquella satisfacción extraña es todavía hoy difícil de explicar con palabras. Después apareció el deporte. La sensación extrema de llegar al límite me hacía sentir viva, me encantaba. Lo malo era que con la dieta que llevaba se convertía en una vara en favor a una muerte prematura.

En el instituto, mis compañeros y profesores comenzaron a preocuparse. Mis amigas me retaban a comer sus meriendas en el recreo. Me acercaban una patata frita a la boca y me decían: "muérdela, por lo menos". "Muérdela y luego escúpela, no pasará nada". Y yo era incapaz. Era como si acercasen un trozo de mierda a mis labios, me asustaba, corría y lloraba. A veces ellas se reían. Supongo que porque no podían hacer otra cosa.

Recuerdo un día en el que mi jefa de estudios me encerró en su despacho para darme una charla moral acerca de todo lo que me pasaba. Yo me iba desmayando por los pasillos, me quedaba dormida en clases, no aguantaba mi propio peso....Y lo peor de todo es que me encantaban esas sensaciones. Era adicta a dichas sensaciones. No había mejor halago que escuchar a alguien preocupándose y diciéndome: "Joder, Fati, pareces una calavera". Para mí esas palabras sonaban a: "Joder, Fati, al fin lo has conseguido. Estás preciosa".

No era consciente de que por dentro estaba muriendo. No era consciente de que era incapaz de afrontar los días. No era consciente de nada. Lo único que tenía lógica en mi cabeza era el seguir adelgazando. Incluso si moría. De hecho, me atrevo a admitir que morir por desnutrición hubiese sido todo un logro para mí. Estaba enferma y no quería darme cuenta.

Después, selectividad, elegir universidad y todo eso. Las notas eran otro factor importante en mi escala de valores. Ahí no tenía problema, sabía que había trabajado duro durante muchos años. Cualquier cosa que me propusiera, podría conseguirla. Fui de esas pocas chicas que hubiese podido elegir cualquier carrera sin problemas. Pero a mí lo que me gustaba era el cine. Desde pequeña, las películas, escribir, y comer, eran mis pasatiempos favoritos.

Así que logré una de las notas de corte más altas de mi clase y conseguí llegar a la uc3m, en Madrid. A estudiar lo que me había propuesto: periodismo y c. audiovisual. El primer año todo salió como esperaba. Estudiaba mucho y conseguí notas altas. No obstante, hubo un nuevo problema al que tuve que enfrentarme: vivir sola y administrarme. Fue entonces cuando Mía llegó a mi vida. Tenía que hacer la compra sola, y tantos años restringiéndome me llevaron a una pérdida de control que me desveló un nuevo secreto para alcanzar mi objetivo sin tener que atormentarme: la purga. La primera vez que sucedió, me asusté muchísimo. Pensé: "¿Hasta dónde he llegado?". Pero aquella primera vez que me di un atracón de comida, sentí que mi personalidad se desdoblaba en dos, claramente definibles: Una era la Fati buena, que comenzaba a tener miedo de sí misma y de la situación. Otra, la Fati mala, que me susurraba al oído en momentos críticos: "La comida era lo que más te gustaba, y no tienes por qué renunciar a ella. Ahora sabes que puedes conseguir lo que quieras sin tener que abandonar tus hábitos". Y así fue como me convertí en una especie de Yonki de la comida. Ahorraba para comprar, compraba, comía, vomitaba...Y luego Fati buena parecía tomar control de la situación, para arrepentirse, llorar, y tal vez escribir algo que le ayudase a sentirse mejor.

Fueron muchos los años que pasé así, y muchos los problemas de salud a los que tuve que enfrentarme. Me ahorraré ese apartado para no resultar tan trágica.

Llevaba una doble vida, porque aquí todo el mundo desconocía mi pasado. Sé que muchos sospechaban, pero yo tenía suficiente experiencia como para evadir esas sospechas. Tantos años me habían enseñado a vomitar silenciosamente, aguantar en pie sin haber digerido alimento alguno, y lograr que mi cerebro fuese capaz de trabajar en situaciones extremas. Vivía constantemente en alerta. Nadie era mi amigo, todos eran enemigos que intentaban delatarme y humillarme. Dañarme, al fin y al cabo. Y realmente la que estaba dañándome era yo misma....

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