domingo, 13 de abril de 2014

De sus bellas y tormentosas noches en el pozo.


La belleza le abruma. El simple hecho de pensar en algo que reúna todos y cada uno de los atributos que abarcan su concepción de belleza, hace que se le estremezcan hasta los dientes.
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La belleza siempre había sido su bendición y su castigo, su tormento y su éxtasis. Desde muy niña decidió capturar cada resquicio de belleza, para llevarlo consigo. Tan solo era una niña caprichosa, que decidió dejarse llevar por el egocentrismo y se estableció como norma oficial coleccionar miradas de fascinación, que iba capturando allá por donde sus ligeras caderas oscilaban fascinantes.
El fatalísimo destino, Dios de Todo y Dios de Nada, quiso brindarle la oportunidad ser lo suficientemente bella como para necesitar serlo más. Y más.

Era consciente de que cuando caminaba por las calles de la monótona ciudad de vidas paulatinas, hasta las miradas más rezagadas decidían descansar de sus aflicciones más ocultas reposando curiosamente sobre su pequeña figura negra, ornamentada con toda clase de cachivaches aniñados y pueriles. Porque el negro es bello, señores. Y es bello, porque es di fe ten te.

He de suponer, yo que la conocía bien, que ese fue su terrible pecado: tratar de amoldar la profundidad de su belleza, su corazón, y su mente a la banalidad de la Cúpula mugrienta, casi tan monótona y asquerosa como su pequeña ciudad natal. La verdad es que, ahora que ya no está, podría detenerme a explorar todas y cada una de las cajas de recuerdos que dejó apiladas entre las paredes verdes de su habitación. Pero su tormento sigue vivo, y a veces viene a visitarme, y temo tan siquiera acercarme a esas cajas por si acaso ha decidido esconderse allí.

Cargar a cuestas con el peso de la belleza no es fácil. La diferencia es casi tan delictiva en este mundo como las faltas de ortografías. Y es cierto que resulta atractiva. Resulta muy atractiva si la observas y sólo la observas. Pero, realmente, ¿quién quiere acercarse? A veces revolotea en mi cabeza un suave zumbido parecido a una idea difusa, que cuesta descodificar, pero que parece querer decirme que su mayor miedo era ella misma.
Como no quería conocerse, decidió no darse a conocer, y compartir todos y cada uno de sus secretos con las palabras y las hojas de papel.

Murió de sufrimiento. Una noche, su constante tropiezo le hizo despeñarse en el fondo un pozo. Allí paso largas noches de insomnio, escribiendo, cantando, e imaginado un sin fin de puertas que, sin saber como, llegaron a materializarse con tanta nitidez que de no haber sido por el olor a madera y hierro, le hubiesen hecho pensar que estaba loca y se trataban de espejismos. Aunque, ¡para que engañarnos!, estaba desquiciada, y seguramente sólo fuesen espejismos.
Del pozo le costó salir, y algunos cuentan que, en el acto de escapismo, sus manos adquirieron una aspereza que, lejos de ser desagradable, le hacía más diferente, más bella, y todavía más infeliz.
De sus noches en el pozo recopilé estos poemas. Todos encierran un tormento, envuelto en bellas palabras, su tormento: la belleza.

Lo más curioso de todo es que su fantasma todavía vaga por la habitación de paredes verdes y ventana rota. Se cuela por la rendija de la puerta y sube hasta la cama. Que es mi cama. Y entonces, yo, me quedo toda la noche sin dormir, escribiendo.



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